martes, 1 de diciembre de 2009

El futuro depende de Copenhague

La Nación, 28 de noviembre.
Si los acuerdos son esquivos, lo que viene es de terror. La acción humana, mejor dicho el crecimiento económico sin freno, ha ensuciado la atmósfera y el planeta acelera sus cambios catastróficos. Hay voluntad política de poner freno a las emisiones tóxicas, pero quién paga la cuenta. Copenhague es clave para la sobrevivencia del mundo. Y no es exageración.
Parecía que los nubarrones cubrirían la capital de Dinamarca y muchos vaticinaban un “mal clima” entre los días 7 y 18 de diciembre, cuando a Copenhague lleguen unos 65 gobernantes de todo el mundo a la Cumbre sobre el Cambio Climático, donde intentarán un acuerdo para reducir la emisión de gases de efecto invernadero que amenazan al planeta.

Recién esta semana China y Estados Unidos -los dos países más contaminantes del orbe- anunciaron que concurrirán a la cita cumbre con metas específicas de reducción de gases, aunque adelantaron que no están las cosas para que en Copenhague sea posible un tratado vinculante que especifique medidas concretas para frenar el calentamiento global, y menos acuerdos de medidas punitivas para el incumplimiento de lo pactado.

Barack Obama pasará por Copenhague el 9 de diciembre, cuando vaya camino a Oslo a recoger su Premio Nobel de la Paz. El Presidente de Estados Unidos anunciará en la cumbre que su país está dispuesto a reducir sus gases contaminantes de manera escalada. Comenzará con un 17 por ciento al 2020, en un 30 por ciento al 2025, para llegar a un 42 por ciento el 2030, todo ello con respecto a sus emisiones medidas el 2005.

Las modestas metas propuestas por el gobierno de EEUU están “en sintonía con las leyes sobre medio ambiente que se están discutiendo en el Congreso”, señaló esta semana un comunicado de la Casa Blanca, que además confirmó la presencia de Obama en Copenhague, pero que omitió las dificultades que tiene el gobernante para conseguir el apoyo de los parlamentarios -sobre todo de los conservadores- para sus iniciativas legales vinculadas al medio ambiente, donde la acción de los lobbystas de las grandes corporaciones ya impidieron que EEUU suscribiera el Tratado de Kioto, que vence el 2012 y ha sido letra muerta.

Desde el otro lado del planeta, China -el país líder en contaminar la atmósfera terrestre- anunció por primera vez una meta cuantificable de reducciones de gas de efecto invernadero. Beijing tiene la intención de reducir en el 2020 la “intensidad carbónica” (emisiones por unidad de Producto Interno Bruto, PIB), de 40 a 45 por ciento respecto al nivel de 2005. Se trata de “una acción voluntaria tomada por el gobierno chino en función de las condiciones del país y una contribución importante a los esfuerzos mundiales para luchar contra el cambio climático”, declaró el Consejo de Estado a través de la agencia oficial china. El mismo comunicado informó que será el Primer Ministro Wen Jiabao quien irá a la reunión de Copenhague, “para demostrar la gran importancia que el gobierno chino confiere a este asunto”.

“Es un paso positivo” que China cuantifique sus metas, declaró la organización ecologista Greenpeace, aunque precisó que Beijing pudo “haber hecho más”. Pero sucede que China se resiste a fijar metas vinculantes de reducción de gases tóxicos, ya que prioriza por su crecimiento económico que promedia en la última década por sobre el 9 por ciento anual, en un contexto en que la pobreza afecta aún a millones de personas.

De hecho, al indicar que su reducción de gases contaminantes será hecha por cada punto porcentual de su PIB (lo que llama “intensidad carbónica”) y no de reducción global, China marca territorio sobre sus intenciones de que su economía siga creciendo.

Con las cartas sobre la mesa que han puesto China y Estados Unidos, la esperanza volvió a aparecer en el horizonte de Copenhague, aunque los 65 gobernantes que llegarán a la cita todavía tendrán mucho que negociar. Por ejemplo, quién paga el costo de la reducción de contaminantes, cómo y en qué cantidad transferir recursos y tecnologías hacia los países en desarrollo para que produzcan con mayor limpieza y qué harán las economías emergentes para contribuir a frenar el calentamiento global sin afectar sus proyectos de crecimiento. Por lo pronto Brasil, el cuarto emisor de gases contaminantes, ya se comprometió a rebajar del 36 a 39 por ciento sus emisiones de aquí al 2020.

Pero hay dificultades para un acuerdo global, países como India, Japón e Indonesia aún no fijan sus metas, mientras persisten diferencias entre éstos y las naciones más desarrolladas que podrían no zanjarse en los casi diez días que durará la cumbre. Tanto es así que el gobierno danés ya propuso que un acuerdo obligatorio sea pospuesto para el año entrante, en una reunión que ya está programada para que se realice en México. La cumbre de ahora, entonces, bien podría quedarse en una explícita declaración de intenciones, avanzar en los debates sobre transferencia de tecnologías limpias y ajustar las metas de recorte, para dejar a la reunión de México los asuntos más espinudos, como la institucionalidad del acuerdo, su cuerpo jurídico y las sanciones a los incumplimientos.

Pero el tiempo corre en contra del planeta y científicos y ecologistas predican que la situación está en el umbral de las peores catástrofes. En estos días y semanas previas a la cumbre han proliferado los informes técnicos sobre los impactos del efecto invernadero, el calentamiento global y las amenazas a la humanidad. Es una película de terror anunciada si no hay medidas concretas para frenar los cambios que se avecinan.

El Instituto de Investigación sobre los Impactos del Clima de Potsdam, integrado por 24 prestigiosos expertos climáticos, afirma que el calentamiento del planeta podría ser peor de lo previsto: la temperatura media del globo podría subir entre 2 y 7 grados en 2100, respecto al período preindustrial. Es un hecho ya comprobado que un alza de la temperatura global por sobre 2,5 grados es catastrófico.

Y es que los efectos son acumulativos y las predicciones se han quedado cortas. Ya el aumento de un 40 por ciento de las emisiones de dióxido de carbono (CO2) entre 1990 y 2008 hacen casi imposible cumplir con la meta de lograr frenar el calentamiento global en dos grados, como se lo fijaron los dirigentes que suscribieron acuerdos como el de Kioto.

Si las cosas son así, lo que viene es irreversible. Si el mar crece a esos niveles calculados, unas 136 ciudades con más de un millón de habitantes cada una están condenadas a desaparecer de aquí al 2050. El resto de los cálculos sólo vaticinan tragedias, millones de personas desplazadas, otras tantas con hambre, escasez de agua dulce y guerras. Por eso en diciembre también hay que mirar hacia Copenhague.

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